Sabe que es bueno
tener oficio
como sabe que jamás
lo va a aprender,
se aferra fuertemente
a lo que tiene,
se refugia tras la
antigüedad.
Trabaja más con vista
que con arte,
se engalana con lo
poco que hace bien,
la prudencia es
carcelera de su avance,
siempre fue de la
comodidad.
En la calle espera
gente con
preparación para su
puesto,
va pensando echado en
el colchón:
quizá mañana este
cubierto.
Y mañana lo que hubo
fue noticia,
el declive de su vida
laboral,
la compañía se
traslada con la vista
de un negocio
consistente
en un lejano lugar.
Temblando mira la
empresa
con la gente
abrazándose
y las máquinas
calladas,
quién diría que un
día sin faena
borrase la sonrisa de
las caras.
….
Pasa el tiempo
mortecino
llenando de polvo los
cajones
y el pan duro se
convierte
en un manjar de años
mejores.
La mirada de sus
hijos se le clava
cuando vuelve de la
calle, llorando,
sin nada bajo el
brazo
y susurrando a su
mujer en el oído:
lo siento mi vida, no
hay trabajo.
Se abrazan, que es lo
único que queda
y como dos actores de
teatro
fingen delante de los
niños
como si de alegría
fuese el llanto.
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